domingo, 24 de abril de 2011

Una oda a la libertad y los libros




Un buen amigo me envío el discurso del premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en la inauguración de la Feria del Libro de Buenos Aires. Se las comparto a propósito del día internacional del Libro:
Agradezco a los organizadores de la Feria del Libro de Buenos Aires honrarme con la invitación a ocupar esta tribuna el día de la inauguración. He tenido ya ocasión de participar en ella hace algunos años y me alegra saber que ha ido creciendo y atrayendo cada vez a más editores, libreros y lectores hasta convertirse en una de las ferias del libro más importantes en todo el ámbito de nuestra lengua.
No me extraña nada que haya ocurrido así. Desde la primera vez que pisé Buenos Aires, hace de esto cerca de medio siglo, advertí que esta ciudad y los libros tenían una afinidad recóndita, comparable a la que sólo había advertido antes en París, y que, al igual que esta última, Buenos Aires era una ciudad de librerías -modernas y anticuarias-, de cafés literarios, de escribidores y lectores, donde todo letraherido se sentía inmediatamente en su casa. No es por eso nada raro que uno de los más grandes creadores de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, fuera un porteño y que se pueda decir de su extraordinaria obra que toda ella es como la exhalación imaginaria emanada de una biblioteca, institución en la que Borges, recordemos, en uno de sus más bellos textos, materializó el Paraíso.
Agradezco a los organizadores de este certamen haber resistido las presiones de algunos colegas y adversarios de mis ideas políticas para desinvitarme. Y extiendo mi agradecimiento a la Presidenta, señora Cristina Fernández de Kirchner, cuya oportuna intervención atajó aquel intento de veto. Ojalá esta toma de posición en favor de la libertad de expresión de la mandataria argentina se contagie a todos sus partidarios y guíe su propia conducta de gobernante. Este episodio, me parece, más allá de lo anecdótico, plantea un asunto interesante y actual que no me parece inadecuado abordar en el marco de este certamen con una breve exposición que se podría titular: "La libertad y los libros".
Manuscritos, impresos y, ahora, digitales, los libros representan la diversidad humana (mientras no sean expurgados, claro está). A condición de que puedan participar en ella sin discriminación, cortes, sin censura, los libros de una Feria del Libro son, en pequeño formato, la humanidad viviente, con lo mejor y lo peor que ella tiene: sus creencias, sus fantasías, sus conocimientos, sus sueños, sus amores y sus odios, sus prejuicios, sus pequeñeces y grandezas. Ningún espejo retrata mejor a esa colectividad de hombres y mujeres que conforman las diversas tradiciones, culturas, etnias, lenguajes, mitos, costumbres, modos y modas del fenómeno humano. Esa extraordinaria variedad desaparece cuando, abandonando la superficie, gracias a los libros nos sumergimos en lo profundo hasta llegar a aquellas raíces o denominadores comunes de la especie, pues allí descubrimos lo que hay de solidario y semejante por debajo de aquella frondosa variedad: una condición, unos sentimientos, unos anhelos, unas alegrías y unos miedos que establecen una identidad recóndita sobre las diferencias y distancias que la historia ha ido forjando entre razas, pueblos y culturas a lo largo de los siglos.
Los libros nos ayudan a derrotar los prejuicios racistas, étnicos, religiosos e ideológicos entre los pueblos y las personas y a descubrir que, por encima o por debajo de las fronteras regionales y nacionales, somos iguales en el fondo, que los "otros" somos en verdad "nosotros" mismos. Gracias a los libros viajamos en el espacio y en el tiempo, como hizo Julio Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos sin salir de su biblioteca, y comprobamos que, con todos sus matices y variantes, la humanidad es una sola y compartida.
Podemos comparar el mundo de los libros que en estos momentos nos rodea con un bosque encantado. Ellos están allí, quietos, inertes, silenciosos, como los árboles y las plantas de las fantásticas historias infantiles, esperando la varita mágica que los anime. Basta que los abramos y celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos convocada por la hechicería de sus letras y palabras, y un surtidor de ideas, imágenes y sugestiones se eleve del papel hacia nosotros, nos impregne, arrebate y traslade a otra vida, a menudo más rica, coherente, intensa y entretenida que la vida verdadera, en la que a menudo las rutinas embrutecedoras cotidianas nos dejan apenas resquicios para la exaltación y la felicidad.
La vida de los libros nos enriquece y nos transforma. Nos hace más sensibles, más imaginativos y, sobre todo, más libres. Más críticos del mundo tal como es y más empeñados en que cambie también él y se vaya acercando a los mundos que inventamos a imagen y semejanza de nuestros deseos y sueños.
Por eso, los libros son un testimonio inapelable de las carencias y deficiencias de la vida, aquellas que incitan a los seres humanos a crear mundos de fantasías y a volcarlos en ficciones para poder tener aquello que la vida que vivimos no nos da. El viaje al corazón de ese bosque encantado de los libros no es gratuito, un paseo divertido y sin secuelas. Es un viaje que deja huellas en el sentimiento y la inteligencia del lector, la comprobación de que el mundo real está mal hecho, pues no basta para colmar nuestros anhelos. ¿Para qué inventaríamos otros mundos si con éste nos bastara? Es imposible no salir de un buen libro sin la extraña insatisfacción de estar abandonando algo perfecto para volver a lo imperfecto y empezar a mirar el entorno con cierto desánimo y frustración. Nada ha hecho que el mundo progrese tanto desde los tiempos de la caverna primitiva hasta la era de la globalización como ese viaje a lo imaginario que acompaña a hombres y mujeres desde su más remoto pasado y del que da testimonio inequívoco el mundo vertiginoso y laberíntico de los libros.
No es sorprendente, por ello, que los libros hayan despertado, a lo largo de la historia, la desconfianza, el recelo y el temor de los enemigos de la libertad, de quienes se creen dueños de las verdades absolutas, de todos los dogmáticos y fanáticos que han sembrado de odio y violencia zigzagueante el curso de la civilización.
La Inquisición lo vio clarísimo: los libros deben ser examinados y purgados por censores estrictos para asegurar que sus contenidos se ajusten a la ortodoxia y no se deslicen en ellos apostasías y desviaciones de la doctrina verdadera. Dejarlos prosperar sin esa camisa de fuerza de la censura previa sería poblar el mundo de heterodoxias, teorías subversivas, tentaciones peligrosas y desafíos múltiples a las verdades canónicas. Esta mentalidad llevó a decidir que todo un género literario -la novela- fuera prohibida durante los tres siglos que duró la colonia en todas las posesiones españolas de América. Durante trescientos años no se pudo editar ni importar ficciones en las colonias americanas. El contrabando se encargó de que muchas novelas circularan en nuestras tierras, felizmente. Pero una de las perversas -o tal vez felices- consecuencias de esta prohibición fue que, en América latina, como la ficción fue reprimida en el género que la expresaba mejor -las novelas- y como los seres humanos no podemos vivir sin ficciones, éstas se la arreglaron para contaminarlo todo -la religión, desde luego, pero también las instituciones laicas, el derecho, la ciencia, la filosofía y, por supuesto, la política-, con el previsible resultado de que, todavía en nuestros días, los latinoamericanos tengamos grandes dificultades para discernir entre lo que es ficción y lo que es realidad. Eso ha sido muy beneficioso en los dominios del arte y la literatura, pero bastante catastrófico en otros, en los que sin una buena dosis de pragmatismo y de realismo -saber diferenciar el suelo firme de las nubes- un país puede estancarse o irse a pique. Los comisarios políticos han reemplazado en la vida moderna a los inquisidores de antaño.
Vez que se ha apoderado de un gobierno un fanático religioso, ideológico o un caudillo megalómano que se cree dueño de la verdad absoluta, los libros se han visto sometidos a purgas, recortes y vejaciones para tratar de evitar que lo que ellos encarnan mejor que nadie -la diversidad humana, la variedad de ideas, creencias, puntos de vista, costumbres y tradiciones- se divulgue y contradiga la visión dogmática, excluyente y autoritaria entronizada. Nazis, fascistas, comunistas, caudillos militares o civiles enceguecidos por los espejismos de las verdades absolutas han tratado a lo largo de toda la historia y en todas las geografías del planeta de domesticar y embridar el espíritu creativo, insumiso y crítico -que ha sido siempre el motor del cambio-, pero, por fortuna, siempre han fracasado. Dejando, eso sí, en el camino una miríada de víctimas -torturados, encarcelados y asesinados- que, pese a la represión y a las persecuciones, mantuvieron siempre viva aquella llama de libertad que anida, como un alma secreta, en el corazón de los libros.
Leer nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer y que los libros puedan escribirse e imprimirse sin inquisidores ni comisarios que los mutilen para que encajen dentro de las estrechas orejeras con que ellos aprisionan la vida. Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva.
Una de las mejores tradiciones de la Argentina ha sido ser un país de libros, escritores y lectores. Yo lo recuerdo muy bien, pues mi infancia y mi adolescencia se nutrieron de revistas y libros (y, añadiré, películas y canciones) que se producían y editaban en este país y se difundían por todos los rincones de América. Por ejemplo, llegaban puntualmente a Cochabamba, la ciudad boliviana donde viví hasta los diez años. Recuerdo muy bien la llegada periódica de Leoplán para el abuelo, el Para Ti que leían mi madre y m abuela y el Billiken que yo esperaba como maná del cielo. Más tarde, de universitario en San Marcos, en Lima, conocí la literatura más renovadora y moderna (de Faulkner a Thomas Mann, de Joyce a Sartre, de Camus a Forster, de Eliot a Hemingway) gracias a las traducciones que editoriales como Losada, Sudamericana, Emecé, Sur y otras publicaban y distribuían por todo el continente. Como innumerables jóvenes latinoamericanos de mi generación, puedo decir por eso que debo buena parte de mi formación literaria a esa pasión por los libros que anida en el corazón de la cultura argentina.
Hago votos por que esa hermosa tradición se renueve y fortalezca y que sea la mejor expresión de ello esta Feria del Libro de Buenos Aires.
La Nación, 22 de abril

viernes, 22 de abril de 2011

Empezando la "Trilogía Millennium"

Hace poco acabo de terminar de leer Millennium 1, la primera parte de una de las trilogías novelescas más aplaudidas en los últimos tiempos, y al igual que el resto de los lectores que la ha calificado como fuera de serie, no me queda más que apoyar tal apreciación.

La historia es entretenida y diferente porque a pesar de estar basada en el drama de la familia Vanger, Stieg Larsson, su autor, lograr mantener el foco en dos notables personajes: el periodista Mikael Blomkivist y la joven investigadora Lisbeth Salander. Ambos recogen las cualidades que cualquier periodista exitoso desea tener: ímpetu, valentía, coraje, decisión, disciplina, ética y sobre todo objetivos claros.


Larsson nos regaló a través de MILLENNIUM 1 el regreso a la emoción de la investigación detectivesca que desde hace rato no lograba disfrutar en una novela. Logró también que a través del personaje de Lisbeth Salander, miráramos más allá de la apariencia a primera vista. Ella, una joven con apariencia anoréxica y desajustada emocionalmente, resulto ser la compañera perfecta para que el reconocido periodista Blomkivist descubriera el eslabón perdido de la historia.


En fin, para mi estuvo notable, pero siempre abriendo la posibilidad al intercambio de opiniones dejo la invitación a que la lean y me comenten su parecer. Por el momento solo me resta decirle que voy por más de MILLENNIUM 2 y 3... ya les contaré si se mantiene la fascinación.

Lío por tres pollitos en la parada del Metrobús

Todo lo que se perdió “por tres pollitos”

Cuando ya pensábamos que lo habíamos visto todo en materia de transporte, nos volvemos a quedar con la boca abierta cuando las cámaras de televisión nos muestran como a una ciudadana, usuaria del Metro Bus, se le prohíbe subirse al colectivo porque llevaba consigo tres pollitos en una pequeña bolsa.
¿No se supone que este nuevo sistema de transporte es precisamente para los ciudadanos de a pie? Pues si la empresa y las autoridades, no lo saben aún, los ciudadanos de a pie son como esta señora. Ellos cargan con todas sus pertenencias, entiéndase, grandes bolsas, niños, y por qué no, hasta con las mascotas.
¿Cómo se crea un servicio sin conocerse las necesidades de quien lo va a utilizar? ¿Cómo se carece de destreza para solucionar una situación tan domestica como esta? ¿Cómo se justifica que 24 horas después del incidente, la empresa salga a decir que todo se debió a un “poco” de exageración por parte de los choferes, pero aún así está prohibido subir con animales?
Estas y otras preguntas se hace la gente que con indignación ve como se violentan los derechos ciudadanos de una mujer humilde que quería llegar a su casa en un transporte que le dijeron le pertenecía.
Lo más paradójico de esta triste situación es que la promesa de un mejor servicio de transporte, se desvirtúa cada vez que vemos operativos de puesta en marcha descoordinados, falta de información y nada de campañas de sensibilización o educación ciudadana.
Estos desaciertos lo único que hacen es alejar al usuario de un servicio al que desde el principio se le hizo creer que le podía llamar “MI BUS”.
Sabemos que el cambio genera resistencia y más si se trata de cambiar culturas enraizadas en el juega vivo de hacer paradas por doquier, regatas, y cuanta cosa vemos a diario en nuestras calles, pero ¿dónde está la estrategia para asumir este desafío?
En comunicación, el diseño de una estrategia que parta de un diagnostico como este, es clave para poder llegar sin mayores traumas a buen puerto, y más si se trata de un proyecto tan complejo y sensitivo como la transformación del servicio del transporte.
Claramente, quienes estén a cargo, tanto en la empresa “MI BUS” como en el gobierno, de mantener informados y orientados a los ciudadanos, deberán evaluar de forma sistemática cada progreso o retraso, para poder replantear cada vez que sea necesario la estrategia y así evitar muchos de los inconvenientes que hasta ahora han ensombrecido una iniciativa tan esperada por el pueblo panameño.